jueves, 2 de enero de 2014

¿Es Dios un Matemático? Mario Livio 2009 Capitulo III Magos: El maestro y el hereje (II) Galileo Galilei

Galileo Galilei (figura 16) nació en Pisa el 15 de febrero de 1564.[83]
Su padre, Vincenzo, era músico, y su madre, Giulia Ammannati, era una ingeniosa, aunque algo intolerante, mujer que no podía soportar la estupidez. En 1581, Galileo siguió el consejo de su padre y se inscribió en la facultad de artes de la Universidad de Pisa para estudiar medicina. Sin embargo, su interés por la medicina se desvaneció al poco de empezar, en favor de la matemática. Así, durante las vacaciones de verano de 1583, Galileo persuadió al matemático de la corte de Toscana, Ostilio Ricci (1540-1603) para que hablase con su padre y le convenciese de que el destino de Galileo era convertirse en matemático. La cuestión quedó resuelta enseguida, y el entusiasta joven quedó absolutamente maravillado por la obra de Arquímedes: «Aquellos que leen sus trabajos», escribió, «pueden darse perfecta cuenta de la inferioridad de las demás mentes en comparación con la de Arquímedes, y de la escasa esperanza de poder hacer descubrimientos similares a los que él efectuó».[84] Poco imaginaba Galileo en aquel entonces que él mismo poseía una de esas raras mentes que no eran inferiores a la del maestro griego. Inspirado por la leyenda de Arquímedes y la corona del rey, Galileo publicó en 1586 un opúsculo titulado La pequeña balanza sobre una balanza hidrostática de su invención. Más adelante volvió a citar a Arquímedes en una conferencia sobre literatura en la Academia de Florencia, en la que comentaba un tema poco corriente: la ubicación y tamaño del infierno en el poema épico de Dante, Inferno.
En 1589, Galileo fue designado titular de la cátedra de matemáticas de la Universidad de Pisa, debido en parte a la enérgica recomendación de Christopher Clavius (1538-1612), un respetado matemático y astrónomo de Roma a quien Galileo había visitado en 1587. La fama del joven matemático estaba en pleno auge. Galileo pasó los tres años siguientes exponiendo sus primeras ideas sobre la teoría del movimiento. Estos ensayos, estimulados por la obra de Arquímedes, contienen una combinación fascinante de ideas interesantes y afirmaciones falsas. Por ejemplo, al tiempo que establecía la pionera noción de que se pueden comprobar las teorías sobre la caída de los cuerpos empleando un plano inclinado para que el movimiento sea más lento, Galileo afirmaba incorrectamente que, al dejar caer un cuerpo de una torre, «la madera se mueve más rápidamente que el plomo al principio de su movimiento».[85]
Las tendencias y los procesos mentales de Galileo durante esta etapa de su vida fueron parcialmente deformadas por su primer biógrafo, Vincenzo Viviani (1622-1703). Viviani creó la imagen popular de un estricto experimentalista terco y meticuloso, cuya inspiración procedía exclusivamente de la atenta observación de los fenómenos naturales.[86] En realidad, hasta su traslado a Padua en 1592, la orientación y la metodología de Galileo eran principalmente matemáticas. Solía apoyarse en «experimentos mentales» y en la descripción arquimediana del mundo en términos de figuras geométricas sometidas a leyes matemáticas. En aquellos días, su principal reproche a Aristóteles era que éste «no sólo ignoraba los descubrimientos más profundos y abstrusos de la geometría, sino incluso los principios más elementales de esta ciencia».[87] Galileo opinaba también que Aristóteles se basaba en exceso en las experiencias sensoriales «porque, a primera vista, ofrecen la apariencia de verdad». En su lugar, Galileo proponía «emplear en todo momento el raciocinio en lugar de los ejemplos (porque buscamos las causas de los efectos, y no es la experiencia la que las revela)».
El padre de Galileo murió en 1591, animando al joven, que debía convertirse en el sostén económico de la familia, a que aceptase una plaza en Padua, donde su salario sería triplicado. Los dieciocho años siguientes fueron los más dichosos en la vida de Galileo. En Padua inició una prolongada relación con Marina Gamba, con quien nunca se casó, pero que le dio tres hijos: Virginia, Livia y Vincenzo.[88]
El 4 de agosto de 1597, Galileo dirigió una misiva al gran astrónomo alemán Johannes Kepler en la que admitía que hacía mucho tiempo que «era copernicano», y agregaba que el modelo heliocéntrico de Copérnico permitía dar explicación a diversos hechos naturales que la doctrina geocéntrica era incapaz de explicar. Se lamentaba, no obstante, del hecho de que Copérnico «hubiese sido ridiculizado y expulsado de la escena». Esta carta marcó el inicio de la trascendental fisura entre Galileo y la cosmología de Aristóteles. La astrofísica moderna empezaba a tomar forma.

 El mensajero de los cielos

 En la noche del 9 de octubre de 1604, los astrónomos de Verona, Roma y Padua se asombraron al descubrir una nueva estrella que rápidamente se hizo más brillante que todas las estrellas del firmamento. El meteorólogo Jan Brunowski, que trabajaba para la corte imperial en Praga, vio también el fenómeno el 10 de octubre y, terriblemente agitado, informó de ello a Kepler. Las nubes impidieron a Kepler observar la estrella hasta el 17 de octubre; sin embargo, desde ese momento, Kepler mantuvo un registro de sus observaciones durante aproximadamente un año, y finalmente publicó un libro acerca de la «nueva estrella» en 1606. Actualmente sabemos que el espectáculo celeste de 1604 no marcaba el nacimiento de una nueva estrella, sino más bien la explosiva muerte de una estrella vieja. Este evento, que ahora se conoce como supernova de Kepler, causó sensación en Padua. Galileo pudo ver la nueva estrella con sus propios ojos a finales de octubre de 1604, y en los meses de diciembre y enero posteriores dio tres conferencias públicas sobre ello con gran éxito de asistencia. Apelando al conocimiento por encima de la superstición, Galileo apuntó que la ausencia de un desplazamiento (paralaje) observable en la posición de la nueva estrella (contra el fondo de estrellas fijas) demostraba que dicha estrella debía de hallarse más allá de la región lunar. El significado de esta observación era tremendo. En el mundo aristotélico, los cambios en los cielos se restringían a este lado de la Luna, mientras que la esfera de estrellas fijas, mucho más distante, se suponía inviolable e inmune al cambio.

Las esferas inmutables ya habían empezado a hacerse añicos en 1572, cuando el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) observó otra explosión estelar que se conoce en la actualidad como supernova de Tycho. El acontecimiento de 1604 representaba otra palada de tierra sobre la cosmología de Aristóteles. Pero el verdadero avance en la comprensión del cosmos no vino del reino de la especulación teórica ni de las observaciones realizadas a simple vista. Más bien fue el resultado de un sencillo experimento con lentes de cristal convexas (abultadas hacia fuera) y cóncavas (curvadas hacia dentro): al colocar dos lentes adecuadas a unos 33 centímetros de distancia entre sí, los objetos lejanos parecen aproximarse. Por el año 1608, estos catalejos empezaron a aparecer por toda Europa, y dos fabricantes de gafas flamencos y uno holandés solicitaron incluso la patente. Los rumores sobre este milagroso instrumento llegaron a oídos del teólogo veneciano Paolo Sarpi, que habló de ello a Galileo sobre mayo de 1609. Deseoso de confirmar la información, Sarpi escribió también a un amigo suyo de París para preguntarle si los rumores eran ciertos. Según su propio testimonio, Galileo se vio «invadido por el deseo de poseer ese bello objeto». Más adelante hablaría de estos hechos en el libro El mensajero sideral, aparecido en marzo de 1610:
Cerca de diez meses hace ya que llegó a nuestros oídos la noticia de que cierto belga había fabricado un anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo del observador se discernían claramente como si se hallasen próximos. Sobre dicho efecto, en verdad admirable, contábanse algunas experiencias a las que algunos daban fe, mientras que otros las negaban. Este extremo me fue confirmado pocos días después en una carta de un noble galo, Jacobo Badovere, de París, lo que constituyó el motivo que me indujo a aplicarme por entero a la búsqueda de las razones, no menos que a la elaboración de los medios por los que pudiera alcanzar la invención de un instrumento semejante, lo que conseguí poco después basándome en la doctrina de las refracciones.[89]
Galileo manifiesta aquí el mismo tipo de pensamiento práctico creativo que caracterizaba a Arquímedes: una vez supo que era posible construir un telescopio, no tardó demasiado en averiguar cómo construir uno él mismo. Es más, entre agosto de 1609 y marzo de 1610, Galileo utilizó su inventiva para perfeccionar su telescopio desde un aparato que podía acercar los objetos ocho veces, a un dispositivo con una potencia de veinte. Pero la grandeza de Galileo no se reveló en esta hazaña técnica y en su pericia, sino en el uso que dio a su tubo de mejora de la visión (al que llamó perspicillum). En lugar de espiar los distantes barcos del puerto de Venecia o de examinar los tejados de Padua, Galileo apuntó su telescopio hacia el cielo. Las consecuencias de ello no tienen precedente en la historia de la ciencia. En palabras del historiador de la ciencia Noel Swerdlow: «En unos dos meses, diciembre y enero [de 1609 y 1610 respectivamente], Galileo hizo más descubrimientos que cambiaron la faz del mundo de los que nadie había hecho jamás hasta entonces ni después».[90] De hecho, el año 2009 ha sido bautizado como «Año Internacional de la Astronomía» para conmemorar el 400 aniversario de las primeras observaciones de Galileo. ¿Qué hizo realmente Galileo para convertirse en un héroe científico de tan colosal magnitud? He aquí algunas de sus sorprendentes proezas con el telescopio.
Volviendo el telescopio hacia la Luna y observando especialmente el terminador (la línea que divide las partes iluminada y sombría), Galileo halló que la superficie de este cuerpo celeste era desigual, con montañas, cráteres y vastas llanuras.[91] Observó cómo aparecían puntos de luz en la zona cubierta de tinieblas, y cómo estas luces se hacían más extensas, de forma similar a cimas de montañas iluminadas por la claridad del sol naciente. Utilizó incluso la geometría de esta iluminación para determinar la altura de una montaña, que resultó ser de más de 6 kilómetros. Pero eso no fue todo. Galileo vio que la parte oscura de la Luna (en fase creciente) está también levemente iluminada, y llegó a la conclusión de que se debía a la luz solar reflejada desde la Tierra. Del mismo modo que la Luna llena ilumina la Tierra, Galileo afirmó que la superficie lunar recibe aún en mayor medida la luz reflejada desde la Tierra.
Aunque algunos de estos descubrimientos no eran completamente nuevos, la solidez de las pruebas de Galileo elevó la discusión a otro nivel. Hasta la época de Galileo, la distinción entre lo terrestre y lo celeste, lo que pertenecía a la Tierra y lo que pertenecía a los cielos, estaba perfectamente delimitada. La diferencia no era únicamente científica o filosófica: una profusión de mitologías, religiones, poesía romántica y sensibilidad estética había surgido de la percepción de esta diferencia entre la Tierra y el cielo. Lo que ahora decía Galileo se consideraba poco menos que inconcebible. Contrariamente a la doctrina de Aristóteles, la Tierra y un cuerpo celeste (la Luna) quedaban de hecho equiparados: la superficie de ambos era rugosa, y ambos reflejaban la luz del Sol.
Más allá de la Luna, Galileo empezó a observar los planetas (un nombre que los griegos habían dado a los cuerpos «errantes» del cielo nocturno). Dirigió su telescopio hacia Júpiter el 7 de enero de 1610 y se asombró al descubrir tres nuevas estrellas alineadas en una dirección que cruzaba el planeta, dos al este y una al oeste. La posición aparente de las nuevas estrellas pareció cambiar con respecto al planeta durante las noches siguientes. El 13 de enero, Galileo observó una cuarta estrella como éstas. Pasada una semana de su primer descubrimiento, Galileo llegó a una extraordinaria conclusión: las nuevas estrellas eran en realidad satélites que orbitaban en torno a Júpiter, de igual modo que la luna orbitaba alrededor de la Tierra.
Una de las características que distingue a las personas que han causado una conmoción significativa en la historia de la ciencia es su capacidad para captar de inmediato qué descubrimientos iban a marcar la diferencia. Otro rasgo de muchos de los científicos más influyentes es su habilidad para hacer que otras personas entendieran su descubrimiento. Galileo dominaba con autoridad estos dos aspectos. Preocupado por la posibilidad de que otra persona descubriese también los satélites jovianos, Galileo publicó enseguida sus resultados; en la primavera de 1610 apareció en Venecia su tratado Sidereus Nuncius. Mostrando gran astucia política, Galileo dedicó el libro al Gran Duque de Toscana, Cósimo II de Médicis, y dio a los satélites el nombre de «estrellas mediceanas».
Dos años más tarde, después de lo que él denominó su «trabajo atlántico», Galileo pudo determinar los períodos orbitales —el tiempo que cada uno de los cuatro satélites tardaba en dar la vuelta a Júpiter— con una precisión de pocos minutos. El mensajero sideral se convirtió en un best seller al instante —las 500 copias originales se vendieron como churros— y Galileo se hizo famoso en todo el continente.
La importancia del descubrimiento de los satélites de Júpiter es fundamental.[92] No sólo se trataba de los primeros cuerpos celestes que se sumaban al sistema solar desde las observaciones de los antiguos griegos, sino que la mera existencia de estos satélites acababa de un solo golpe con una de las más serias objeciones a la doctrina de Copérnico. Los aristotélicos sostenían que era imposible que la Tierra orbitase alrededor del Sol, ya que la Luna giraba alrededor de la propia Tierra. ¿Cómo iba a tener el universo dos centros de rotación independientes? El descubrimiento de Galileo demostraba de forma inequívoca que un planeta podía tener satélites orbitando a su alrededor al tiempo que seguía su propia trayectoria alrededor del Sol.
Otro importante descubrimiento efectuado por Galileo en 1610 fueron las fases del planeta Venus. En la doctrina geocéntrica, se suponía que Venus se movía en un pequeño círculo (un epiciclo) superpuesto a su órbita alrededor de la Tierra. Se suponía que el centro del epiciclo se hallaba siempre en la línea que unía la Tierra y el Sol (figura 17a; el dibujo no está a escala).
En ese caso, al observarlo desde la Tierra, se espera que Venus aparezca siempre en una fase creciente de anchura ligeramente variable. En cambio, en el sistema copernicano, el aspecto de Venus debería cambiar, desde un pequeño disco brillante cuando el planeta está al otro lado del Sol (respecto de la Tierra) a un disco de gran tamaño y prácticamente oscuro cuando se halla en el mismo lado que la Tierra (figura 17b). Entre estas dos posiciones, Venus debería pasar por una serie completa de fases similares a las de la Luna. Galileo intercambió correspondencia con su antiguo alumno Benedetto Castelli (1578-1643) sobre esta importante diferencia entre las predicciones de ambas doctrinas, y efectuó las observaciones decisivas entre octubre y diciembre de 1610. El veredicto fue obvio. Las observaciones confirmaban de modo concluyente la predicción copernicana, demostrando que, efectivamente, Venus gira alrededor del Sol. El 11 de diciembre, un travieso Galileo envió a Kepler el siguiente críptico anagrama: Haec immatura a me iam frustra leguntur oy («Estas cosas son leídas por mí en vano, prematuramente, o.y.»).[93] Kepler intentó sin éxito descifrar el mensaje oculto, pero acabó dándose por vencido.[94] En su siguiente carta, del 1 de enero de 1611, Galileo transpuso las letras del anagrama, que decía: Cynthiae figuras aemulatur mater amorum («la madre del amor [Venus] emula las figuras de Diana [la Luna]»).
Todos los descubrimientos descritos hasta ahora tenían que ver con planetas del sistema solar —cuerpos celestes que giraban alrededor del Sol y reflejaban su luz— o satélites que giraban alrededor de estos planetas. Galileo efectuó también dos descubrimientos fundamentales relacionados con estrellas—cuerpos celestes que generan su propia luz, como el Sol—. En primer lugar, realizó observaciones del propio Sol. En la visión del mundo aristotélica, se suponía que el Sol simbolizaba la perfección y la inmutabilidad ultraterrenas. No es difícil imaginar el shock que produjo saber que la superficie del Sol no tiene nada de perfecta, sino que contiene manchas, zonas oscuras, que aparecen y desaparecen a medida que el Sol rota sobre su propio eje. En la figura 18 se muestran dibujos de las manchas solares realizados por el propio Galileo, sobre los que su colega Federico Cesi (1585-1630) señaló que «deleitan tanto por la maravilla del espectáculo que muestran como por su precisión».
En realidad, Galileo no fue el primero que vio las manchas solares, ni siquiera el primero que escribió sobre ellas. Un folleto en particular, Tres cartas sobre manchas solares, escrito por el sacerdote jesuita y científico Christopher Scheiner (1573-1650) enojó de tal modo a Galileo que éste se sintió obligado a publicar una pormenorizada respuesta. Scheiner argüía que era imposible que las manchas estuviesen sobre la propia superficie del Sol.[95] Para ello se basaba en parte en que las manchas eran, en su opinión, demasiado frías (pensaba que eran más oscuras que las zonas oscuras de la Luna) y en parte en el hecho de que no siempre parecían regresar a las mismas posiciones. En consecuencia, Scheiner creía que se trataba de pequeños planetas que orbitaban alrededor del Sol. En su Historia y demostraciones en torno a las manchas solares, Galileo destrozó sistemáticamente y uno por uno los argumentos de Scheiner. Con una meticulosidad, ingenio y sarcasmo que hubiesen hecho que Oscar Wilde se pusiese en pie para aplaudir, Galileo mostró que las manchas no eran, en realidad, oscuras, sino que sólo lo eran en relación al brillo de la superficie solar. Asimismo, el trabajo de Galileo no dejaba lugar a dudas: las manchas estaban sobre la misma superficie del Sol (más adelante en el capítulo volveré a tratar sobre cómo demostró Galileo este hecho).
Las observaciones que Galileo hizo de otras estrellas fueron realmente la primera incursión del ser humano más allá del sistema solar. A diferencia del caso de la Luna y los planetas, Galileo descubrió que el telescopio apenas ampliaba las imágenes de las estrellas. La implicación era evidente: las estrellas estaban mucho más alejadas que los planetas. Esto representaba un dato sorprendente, pero lo que fue una verdadera revelación fue el colosal número de nuevas y tenues estrellas reveladas por el telescopio. Sólo en una zona pequeña próxima a la constelación de Orion, Galileo descubrió no menos de 500 nuevas estrellas. Sin embargo, cuando Galileo volvió su telescopio a la Vía Láctea —la débil faja de luz que cruza el cielo nocturno— le esperaba la mayor de las sorpresas. Aquel salpicón de luz de aspecto uniforme se convirtió en un sinnúmero de estrellas que ningún humano había visto antes. De improviso, el universo se había hecho mucho mayor. En el algo desapasionado lenguaje científico, Galileo escribió:
Lo que observamos en tercer lugar es la naturaleza de la materia de la propia Vía Láctea que, con la ayuda del catalejo, puede observarse con tal claridad que todas las discusiones que han desconcertado a los filósofos durante generaciones quedan destruidas por una certeza visible que nos libera de argumentos mundanos. Porque la Galaxia no es más que la reunión de innumerables estrellas distribuidas en cúmulos. En cualquier región a la que se dirija el catalejo se ofrecen de inmediato a la vista un inmenso número de estrellas. De éstas, muchas parecen ser de gran tamaño y harto conspicuas, pero la multitud de pequeñas estrellas es realmente inconmensurable.
Algunos de los contemporáneos de Galileo reaccionaron con entusiasmo. Sus descubrimientos inflamaron la imaginación de científicos y profanos en toda Europa. El poeta escocés Thomas Seggett escribía, enardecido:
Colón dio al hombre nuevas tierras que conquistar por la sangre, Galileo, nuevos mundos nocivos para nadie. ¿Qué es mejor?[96]
Sir Henry Wotton, un diplomático inglés destinado a Venecia, logró hacerse con una copia del Sidereus Nuncius el mismo día de su publicación, e inmediatamente lo envió al rey Jaime I de Inglaterra con una nota que decía, entre otras cosas:
Envío a Su Majestad la noticia más singular (creo que el nombre le hace justicia) que haya recibido nunca desde este rincón del mundo; se trata del libro adjunto (aparecido en el día de hoy) del profesor de Matemáticas de Padua quien, con la ayuda de un instrumento óptico … ha descubierto cuatro nuevos planetas que giran alrededor de la esfera de Júpiter, además de otras muchas estrellas fijas antes desconocidas.[97]
Se podrían escribir volúmenes enteros (y de hecho, se han escrito) sobre los logros de Galileo, pero esto va más allá del ámbito del presente libro. Aquí sólo pretendo examinar el efecto de algunas de estas sorprendentes revelaciones sobre la visión que Galileo tenía del universo. En particular, sobre la relación percibida por éste entre la matemática y el vasto cosmos que había desvelado.

 El gran libro de la naturaleza

 

 

El filósofo de la ciencia Alexandre Koyré (1892-1964) señaló en cierta ocasión que la revolución del pensamiento científico provocada por Galileo se podía resumir en un elemento esencial: el descubrimiento de que la matemática es la gramática de la ciencia. Mientras que los aristotélicos estaban satisfechos con su descripción cualitativa de la naturaleza, e incluso para ella apelaban a la autoridad de Aristóteles, Galileo sostenía que los científicos debían estar atentos a la propia naturaleza, y que las claves para descifrar el lenguaje del universo eran las relaciones matemáticas y los modelos geométricos. El marcado contraste entre ambos puntos de vista se ponía de manifiesto en los escritos de los miembros más destacados de ambas tendencias. El aristotélico Giorgio Coresio escribe: «Podemos, pues, concluir que aquel que no quiera moverse en las tinieblas deberá consultar a Aristóteles, el más excelente intérprete de la naturaleza».[98] A lo que otro aristotélico, el filósofo de Pisa Vincenzo di Grazia, agrega:
Antes de tomar en consideración las demostraciones de Galileo, parece necesario demostrar cuan lejos se hallan de la realidad aquellos que pretenden probar los hechos de la naturaleza mediante razonamiento matemático, entre los cuales, si no me equivoco, se encuentra Galileo. Todas las ciencias y artes tienen sus propios principios y sus propias causas, mediante los cuales demuestran las propiedades especiales de los objetos que les son propios. En consecuencia, no está permitido utilizar los principios de una ciencia para demostrar las propiedades de otra. Así, quienquiera que piense que puede demostrar las propiedades naturales mediante argumentos matemáticos no es más que un demente, pues ambas ciencias son muy distintas. El científico natural estudia los objetos naturales cuyo estado natural y adecuado es el movimiento, mientras que el matemático se abstrae de todo movimiento. (La cursiva es mía).[99]
El concepto de compartimentos herméticos en las diversas ramas de la ciencia era precisamente el tipo de idea que sacaba a Galileo de sus casillas. En el borrador de su tratado sobre hidrostática, Diálogo sobre los cuerpos flotantes, presentaba la matemática como una poderosa herramienta que permite desvelar los secretos de la naturaleza:
Espero un tremendo rechazo por parte de uno de mis adversarios, y casi puedo oír sus gritos diciéndome que una cosa es tratar los asuntos de forma física y otra de forma matemática, y que los geómetras deben limitarse a sus fantasías y no meterse en cuestiones filosóficas, cuyas conclusiones son distintas de las conclusiones matemáticas. ¡Como si pudiese haber más de una verdad! ¡Como si la geometría en nuestros días fuese un obstáculo que impide alcanzar la verdadera filosofía! ¡Como si fuese imposible ser a un tiempo geómetra y filósofo, de modo que, si alguien sabe de geometría, la consecuencia necesaria que se infiere es que no puede saber de física ni tratar los asuntos de forma física! Consecuencias insensatas, como la de cierto médico que, en un arrebato de cólera, dijo que el gran doctor Acquapendente [el anatomista italiano Hyeronimus Fabricius de Acquapendente (1537-1619)], siendo un famoso anatomista y cirujano, debía contentarse con sus escalpelos y ungüentos y no tratar de curar mediante los procedimientos de la medicina, como si los conocimientos de cirugía fuesen opuestos a la medicina y la anulasen.[100]
Un ejemplo simple de hasta qué punto estas distintas actitudes hacia las conclusiones observacionales podían alterar por completo la interpretación de los fenómenos naturales lo tenemos en el descubrimiento de las manchas solares. Como señalaba antes, el astrónomo jesuita Christopher Scheiner observó estas manchas de una forma meticulosa y competente. Sin embargo, cometió el error de permitir que sus prejuicios aristotélicos sobre la perfección de los cielos nublasen su capacidad de juicio. Por consiguiente, cuando descubrió que las manchas no regresaban a la misma posición y orden, anunció enseguida que podía «liberar al Sol de la herida de las manchas». Su premisa de la inmutabilidad celestial limitaba su imaginación y le impedía siquiera tomar en consideración la posibilidad de que las manchas pudiesen cambiar, incluso hasta resultar irreconocibles.[101] Por lo tanto, su conclusión fue que las manchas debían ser estrellas que orbitaban alrededor del Sol.
La estrategia de ataque de Galileo al problema de la distancia entre las manchas y la superficie del Sol era completamente diferente. Galileo identificó tres observaciones que precisaban de explicación. En primer lugar, las manchas parecían ser más delgadas cuando estaban cerca del borde del disco solar que cuando estaban próximas al centro. En segundo lugar, las separaciones entre las manchas parecían aumentar a medida que éstas se acercaban al centro del disco. Finalmente, las manchas parecían desplazarse más rápidamente cerca del centro que en las proximidades del borde del disco. A Galileo le bastó una construcción geométrica para demostrar que su hipótesis —que las manchas eran contiguas a la superficie del Sol y que se desplazaban con ella— era coherente con todos los hechos observados. Su explicación detallada se basaba en el fenómeno visual del escorzo sobre una esfera, es decir, el hecho de que las formas parecen más delgadas y más juntas cerca del borde (en la figura 19 se muestra este efecto para círculos sobre una superficie esférica).
La importancia de la demostración de Galileo para sentar las bases del proceso científico fue extraordinaria. Galileo mostró que los datos observacionales sólo son descripciones significativas de la realidad después de incluirlos en una teoría matemática adecuada. Las mismas observaciones pueden llevar a interpretaciones ambiguas si no se interpretan dentro de un contexto teórico más amplio.
Galileo nunca renunciaba a una buena pelea. La exposición más elocuente de sus opiniones sobre la naturaleza de la matemática y su función en la ciencia se encuentra en otra polémica publicación: El ensayista. Este brillante tratado se hizo tan popular que el papa Urbano VIII hacía que se lo leyesen durante sus comidas. Curiosamente, la tesis central de Galileo en El ensayista era manifiestamente falsa. Galileo intentaba argumentar que los cometas eran en realidad fenómenos causados por peculiaridades de la refracción óptica en este lado de la Luna. La historia de El ensayista parece sacada del libreto de una ópera italiana.[102] En el otoño de 1618 se pudo observar una sucesión de tres cometas. El tercero, específicamente, fue visible durante casi tres meses.
En 1619, Horado Grassi, un matemático del jesuita Collegio Romano, publicó de forma anónima un panfleto acerca de sus observaciones de los cometas. Siguiendo los pasos del insigne astrónomo danés Tycho Brahe, Grassi llegó a la conclusión de que los cometas se hallaban en algún punto entre el Sol y la Luna. El panfleto pudo haber pasado desapercibido, pero Galileo decidió darle respuesta cuando se enteró de que algunos jesuitas pensaban que la publicación de Grassi representaba un duro golpe al copernicanismo. Su respuesta tomó la forma de una serie de disertaciones dadas por su discípulo Mario Guiducci, aunque escritas principalmente por el propio Galileo.[103] En la versión publicada de estas conferencias, Discurso sobre los cometas, Galileo atacaba directamente a Grassi y a Tycho Brahe. Ahora le tocaba a Grassi sentirse ofendido, de modo que, con el seudónimo de Lothario Sarsi y haciéndose pasar por uno de sus propios alumnos, Grassi publicó una acérrima respuesta, en la que criticaba a Galileo sin ambages (la respuesta se titulaba La balanza astronómica y filosófica, en la que se pesan las opiniones de Galileo Galilei, así como las presentadas por Mario Guiducci en la Academia Florentina). En defensa de su aplicación de los métodos de determinación de distancias de Tycho Brahe, Grassi (hablando como si fuese su alumno) sostenía:
Supongamos que mi maestro siguiese las enseñanzas de Tycho. ¿Acaso es un crimen? ¿A quién debería seguir si no? ¿A Ptolomeo [el alejandrino que dio origen al sistema heliocéntrico], las gargantas de cuyos seguidores se ven ahora amenazadas por la espada blandida por la mano de Marte, que ahora se halla más próximo? ¿A Copérnico quizá? Pero las personas piadosas deben alejarse de él y rechazar con desdén su recientemente condenada hipótesis. Tycho es, pues, el único digno de ser reconocido como nuestro guía en las misteriosas trayectorias de las estrellas.[104]
Este texto demuestra con gran elegancia la delgada línea sobre la que debían hacer equilibrios los matemáticos jesuitas al principio del siglo XVII. Por un lado, las perspicaces críticas de Grassi hacia Galileo estaban perfectamente justificadas. Por otro, con su rechazo forzado al copernicanismo, Grassi se autoimponía una restricción que afectaba a su razonamiento global. A los amigos de Galileo les preocupaba que el ataque de Grassi minase la autoridad de Galileo, e instaron al maestro a responderle, lo que llevó a la publicación de El ensayista en 1623 (el título completo explica que en el documento «se pesan con una precisa balanza los contenidos de La balanza astronómica y filosófica de Lotahris Sarsi de Sigüenza»).
Como ya he señalado, El ensayista contiene la declaración más clara e impactante de Galileo acerca de la relación entre la matemática y el cosmos. He aquí este notable texto:
Creo que Sarsi está plenamente convencido de que, en filosofía, es fundamental apoyarse en la opinión de algún autor famoso, como si nuestro pensamiento fuese completamente árido y estéril si no está unido a los razonamientos de otro. Quizá piensa que la filosofía es una obra de ficción creada por un hombre, como La Iliada u Orlando furioso [un poema épico del siglo XVI escrito por Ludovico Ariosto] —libros en los que no tiene la menor importancia la verdad de lo que describen—. Señor Sarsi, las cosas no son de este modo. La filosofía está escrita en el gran libro que está siempre abierto ante nuestros ojos (me refiero al universo) pero que no podemos comprender si no aprendemos en primer lugar su lenguaje y comprendemos los caracteres en los que está escrito. Está escrito en el lenguaje de la matemática, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales no es humanamente posible comprender ni una sola de sus palabras, y sin las cuales se deambula vanamente por un laberinto de tinieblas. (La cursiva es mía).[105]
Impresionante, ¿verdad? Siglos antes de que se formulase siquiera la pregunta de por qué la matemática era tan eficaz para explicar la naturaleza, ¡Galileo creía poseer la respuesta! Para él, la matemática no era más que el idioma del universo. Para comprender el universo, decía, es necesario hablar su idioma. Dios es, evidentemente, un matemático.
Las ideas que se manifiestan en la obra de Galileo describen una imagen aún más detallada de su punto de vista sobre la matemática. En primer lugar, es necesario darse cuenta de que, para él, matemática significaba en última instancia geometría. Galileo tenía escaso interés en la medición de valores en forma de números absolutos. Su descripción de los fenómenos se basaba sobre todo en proporciones entre cantidades y en términos relativos. En este sentido, Galileo se mostraba de nuevo como un auténtico discípulo de Arquímedes, cuyo principio de la palanca y métodos de geometría comparada utilizó con profusión. Un segundo aspecto de interés, que se revela en especial en la última obra de Galileo, es la distinción que efectúa entre las funciones de la geometría y de la lógica. El libro, titulado Diálogos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, está escrito en forma de animadas conversaciones entre tres interlocutores, Salviati, Sagredo y Simplicio, cuyos papeles están perfectamente delimitados.[106] Salviati es, de hecho, el portavoz de Galileo. La mente de Sagredo, el aristocrático aficionado a la filosofía, se ha zafado de las ilusiones del sentido común aristotélico y, por tanto, está dispuesto a dejarse persuadir por el poder de la nueva ciencia matemática. Simplicio, a quien en obras anteriores de Galileo se representaba como alguien fascinado por la autoridad de Aristóteles, aparece aquí como un erudito de mente abierta. En el segundo día de debates, Sagredo protagoniza un interesante intercambio con Simplicio:
Sagredo: ¿Qué podemos decir, Simplicio? ¿No debemos acaso admitir que la geometría es el más poderoso de los instrumentos para aguzar la mente y disponerla para el perfecto razonamiento y para la especulación? ¿Acaso no tenía razón Platón al exigir que sus discípulos se formaran primero en la matemática?
Simplicio parece estar de acuerdo, y presenta una comparación con la lógica:
Simplicio: En verdad empiezo a entender que, aunque la lógica es un instrumento de gran excelencia para gobernar nuestra razón, no puede compararse con la agudeza de la geometría para despertar nuestra mente a los descubrimientos.
A continuación, Sagredo destaca la distinción:
Sagredo: A mi parecer, la lógica enseña a saber si los razonamientos y las demostraciones ya descubiertas son concluyentes o no lo son, pero no creo que enseñe a hallar razonamientos o demostraciones concluyentes.
El mensaje de Galileo en este texto es simple: Galileo era de la opinión que la geometría era la herramienta que permite descubrir verdades nuevas. La lógica, por el contrario, era para él el medio de evaluar y criticarlos descubrimientos. En el capítulo 7 examinaremos una perspectiva distinta, según la cual toda la matemática surge de la lógica.
¿Cómo llegó Galileo a la noción de que la matemática era el lenguaje de la naturaleza? Después de todo, una conclusión filosófica de tal magnitud no pudo materializarse súbitamente de la nada. En efecto, las raíces de este concepto se pueden rastrear hasta los escritos de Arquímedes. El maestro griego fue el primero que utilizó la matemática para explicar fenómenos naturales. A través de un retorcido camino que pasa por ciertos calculadores medievales y matemáticos de la corte en Italia, la naturaleza de la matemática pasó a ser considerada un asunto digno de ser comentado. Finalmente, algunos de los matemáticos jesuitas de la época de Galileo, en particular Christopher Clavius, reconocieron también que la matemática podía ocupar un lugar intermedio entre la metafísica —los principios filosóficos de la naturaleza del ser— y la realidad física. En el prefacio («Prolegomena»), de sus Comentarios a los Elementos de Euclides, Clavius escribía:
Puesto que el objeto de las disciplinas matemáticas se considera apartado de la materia perceptible, a pesar de que aquéllas se hallan inmersas en lo material, es evidente que ocupan un lugar intermedio entre la metafísica y la ciencia natural, si tenemos en cuenta el asunto que tratan.
A Galileo no le satisfacía la idea de la matemática como un mero intermediario o conducto, y tuvo el valor de ir un paso más allá para igualar la matemática a la lengua materna de Dios. Esta identificación, no obstante, suscitó otro grave problema, que estaba destinado a afectar de forma espectacular a la vida de Galileo.

 Ciencia y teología

 

 

Según Galileo, al diseñar la naturaleza, Dios hablaba el lenguaje de la matemática. Según la Iglesia Cristiana, Dios era el «autor» de la Biblia. ¿Qué sucedía entonces con los casos en los que las explicaciones científicas, fundamentadas en la matemática, parecían contradecir las Escrituras? Los teólogos del Concilio de Trento, en 1546, respondieron a ello en términos que no dejaban lugar a dudas: «… ninguno fiado en su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras».
Del mismo modo, cuando en 1616 se consultó a los teólogos sobre su opinión acerca de la cosmología heliocéntrica de Copérnico, su conclusión fue que era «formalmente herética, pues contradice en muchos extremos de forma explícita el sentido de las Sagradas Escrituras». En otras palabras, la objeción fundamental de la Iglesia al copernicanismo de Galileo no era tanto el traslado de la Tierra fuera de su posición central en el cosmos como el desafío a la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras.[107] En un ambiente en el que la Iglesia Católica romana ya se veía asediada por las controversias con los teólogos de la Reforma, Galileo y la Iglesia se hallaban en trayectoria de choque.
Los acontecimientos se empezaron a precipitar a finales de 1613. El antiguo alumno de Galileo Benedetto Castelli presentó los nuevos descubrimientos astronómicos al Gran Duque y a su séquito. Como era de esperar, se vio obligado a dar explicaciones sobre las aparentes discrepancias entre la cosmología copernicana y algunas de las narraciones bíblicas, como aquella en la que Dios detiene la marcha del Sol y de la Luna para que Josué y los israelitas derroten a los amoritas en el valle de Ayalón. Aunque Castelli señaló que defendió «como un campeón» el copernicanismo, a Galileo le inquietaron las noticias de esta confrontación, y se sintió impulsado a expresar su propio punto de vista acerca de las contradicciones entre la ciencia y las Sagradas Escrituras. En una extensa carta a Castelli de fecha 21 de diciembre de 1613, Galileo escribe:
… en las Sagradas Escrituras era necesario, con el fin de complacer el entendimiento de la mayoría, decir muchas cosas que difieren en apariencia del significado preciso. Por el contrario, la Naturaleza es inexorable e inmutable, y no tiene en cuenta en absoluto si sus causas y sus mecanismos ocultos son o no inteligibles para la mente humana, y por eso jamás se desvía de las leyes obligatorias. Es por tanto mi parecer que ningún efecto de la naturaleza que la experiencia muestre a nuestros ojos o que sea la conclusión necesaria que se deriva de la evidencia, debe considerarse dudoso por pasajes de las Escrituras que contienen miles de vocablos que pueden interpretarse de formas diversas, pues las frases de las Escrituras no están sujetas a las rígidas leyes que gobiernan los efectos de la naturaleza.[108]
Esta interpretación del significado bíblico estaba en clara discordancia con la de algunos de los teólogos más rigurosos.[109] Por ejemplo, el dominico Domingo Báñez escribía en 1584: «El Espíritu Santo no sólo ha inspirado todo aquello contenido en las Escrituras, sino que también ha dictado y sugerido cada una de las palabras en ellas escritas». Obviamente, a Galileo no le convencía esta afirmación. En su Carta a Castelli añadía:
Me inclino a pensar que la autoridad de las Sagradas Escrituras es convencer a los hombres de las verdades necesarias para su salvación y que, estando más allá de su capacidad de comprensión, únicamente la revelación del Espíritu Santo puede hacer verosímiles. Pero que ese mismo Dios que nos ha concedido los sentidos, la razón y el entendimiento, no nos permita utilizarlos, y sea su deseo que lleguemos por otros caminos a los conocimientos que podemos adquirir por nosotros mismos a través de dichas facultades, eso no estoy inclinado a creerlo, en especial en lo que concierne a las ciencias sobre las que las Sagradas Escrituras contienen únicamente fragmentos breves y conclusiones dispares; y éste es precisamente el caso de la astronomía, de la que se dice tan poca cosa que ni siquiera se enumeran los planetas.
Una copia de la carta de Galileo llegó a manos de la Congregación del Santo Oficio en Roma, encargada de evaluar de forma rutinaria los asuntos relacionados con la fe; llegó, específicamente, a las manos del influyente cardenal Robert Bellarmine (1542-1621). La primera reacción de Bellarmine al copernicanismo había sido más bien moderada, ya que consideraba el modelo heliocéntrico como «una forma de guardar las apariencias, del estilo de aquellos que han propuesto los epiciclos pero en realidad no creen en su existencia». Igual que otros antes que él, Bellarmine miraba los modelos matemáticos de los astrónomos como una serie de trucos útiles pensados para describir las observaciones de los seres humanos, y sin relación alguna con la realidad. Estos artefactos para «guardar las apariencias», sostenía, no demostraban que la Tierra realmente se moviese. Así, Bellarmine no vio en el libro de Copérnico (De Revolutionibus) un verdadero peligro, aunque se apresuró a añadir que la afirmación de que la Tierra se moviese no sólo «irritaría a todos los filósofos y teólogos escolásticos», sino que también «menoscabaría la Santa Fe al proclamar su falsedad».
El resto de los detalles de esta trágica historia se hallan más allá del ámbito y la intención de este libro, de modo que los describiré brevemente. La Congregación del índice prohibió el libro de Copérnico en 1616. Los posteriores intentos de Galileo de emplear numerosos fragmentos del más venerado de los teólogos de la Antigüedad —san Agustín— para apoyar su interpretación de las relaciones entre las ciencias naturales y las Escrituras no le granjearon demasiadas simpatías.[110] A pesar de sus minuciosas cartas que defendían la tesis de la inexistencia de desacuerdos (salvo detalles superficiales) entre la teoría copernicana y los textos bíblicos, los teólogos de la época vieron los argumentos de Galileo como una intrusión en su terreno. Mostrando un gran cinismo, esos mismos teólogos no dudaban en absoluto en expresar sus opiniones en materias científicas.
Mientras nubes de tormenta se iban reuniendo en el horizonte, Galileo seguía creyendo que se impondría la razón; craso error cuando se tratan cuestiones de fe. Galileo publicó su Diálogo sobre los principales sistemas del mundo en febrero de 1632 (en la figura 20 se muestra la portada de la primera edición).[111]
En este polémico texto se exponían con todo detalle las ideas copernicanas de Galileo. Además, Galileo argumentaba que, utilizando la ciencia con el lenguaje del equilibrio mecánico y la matemática, el hombre era capaz de comprender la mente de Dios. Dicho de otro modo, si una persona halla la solución de un problema mediante el uso de la geometría de proporciones, los conocimientos y la comprensión que obtiene son comparables a la divinidad. La contundente reacción de la Iglesia no se hizo esperar. La circulación del Diálogo se prohibió en agosto del mismo año de su publicación. Durante el mes siguiente se convocó a Galileo en Roma para que se defendiese contra la acusación de herejía. El proceso de Galileo se inició el 12 de abril de 1633, y se le halló «vehemente sospechoso de herejía» el 22 de junio del mismo año. Los jueces acusaron a Galileo de «haber creído y sostenido la doctrina —que es falsa y contraria a las sagradas y divinas Escrituras— de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de este a oeste, y que la Tierra se mueve y no se halla en el centro del mundo». Esta fue la severa sentencia:
… condenamos a su persona a prisión de este Santo Oficio mientras sea Nuestra voluntad; y como penitencia deberá recitar por espacio de tres años, una vez a la semana, los Siete Salmos Penitenciales, reservándonos la facultad de cambiar, moderar, o eliminar cualquiera de las antes mencionadas penas y penalidades.[112]
Anonadado, Galileo, ya un anciano de setenta años, no pudo soportar la presión. Con el espíritu quebrado, Galileo hizo pública su carta de abjuración, en la que se comprometía a «abandonar completamente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve». En ella concluía:
Por tanto, deseando quitar de la mente de sus eminencias y de todo fiel cristiano esta vehemente sospecha, justamente concebida contra mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías ahora mencionados, y en general todos y cada uno de los errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Yjuro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré, oralmente o por escrito, nada que pudiera ser causa de una sospecha semejante contra mí.[113]
El último libro de Galileo, Diálogos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, se publicó en julio de 1638. El manuscrito se sacó clandestinamente de Italia y se publicó en Leiden, Holanda. El contenido de este libro representaba la verdadera y enérgica expresión de la idea implícita en las legendarias palabras eppur si muove («y sin embargo, se mueve»). Esa frase desafiante, que se suele poner en boca de Galileo a la conclusión de su proceso, probablemente no se pronunció jamás.
El 31 de octubre de 1992, la Iglesia Católica decidió por fin «rehabilitar» a Galileo. Tras reconocer que Galileo siempre estuvo en posesión de la razón, pero evitando una crítica directa a la Inquisición, el papa Juan Pablo II dijo:
Paradójicamente, Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto [las aparentes discrepancias entre la ciencia y las Escrituras] más perspicaz que sus adversarios teólogos. La mayoría de los teólogos no percibieron la distinción formal existente entre la Sagrada Escritura en sí misma y su interpretación, lo que les condujo a traspasar indebidamente al campo de la doctrina religiosa una cuestión que en realidad pertenece al campo de la investigación científica.
Los periódicos de todo el mundo se frotaron las manos. Los Angeles Times publicaba: «Ya es oficial: la Tierra gira alrededor del Sol. Incluso para el Vaticano».
Muchas personas, en cambio, no le vieron la gracia. Algunos vieron este mea culpa de la Iglesia como una medida parca y tardía.
El estudioso español especialista en Galileo Antonio Beltrán Marí señaló:
El hecho de que el Papa siga considerándose autorizado para emitir opiniones relevantes acerca de Galileo y de su ciencia demuestra que, en lo que a su bando respecta, nada ha cambiado. Se comporta exactamente del mismo modo que los jueces de Galileo cuyos errores reconoce.[114]
Es justo reconocer que el Papa se hallaba en una situación sin salida. Cualquier decisión por su parte, ya fuese ignorar la cuestión y mantener la vigencia de la condena de Galileo, o reconocer por fin el error de la Iglesia, iba a recibir críticas. Sin embargo, en una época en que se está tratando de presentar el creacionismo bíblico como teoría «científica» alternativa (bajo el apenas disimulado nombre de «diseño inteligente»), no está de más recordar que Galileo ya había luchado en esta batalla hace casi cuatrocientos años ¡y ganó!
[83] Una biografía moderna muy fidedigna es Drake 1978. Una versión más popular es Reston 1994. Véase también Van Helden y Burr 1995. La obra completa de Galileo (en italiano) aparece en Favaro 1890-1909. <<
[84] Bernardini y Fermi 1965. <<
[85] Galileo 1589-1592 (Drablein 1960; Drake 1960). Schmitt 1969 sugiere (siguiendo a D. A. Maklich) que la afirmación de Galileo puede ser consecuencia de que la mano que sujeta la bola de plomo está más fatigada que la que sujeta la de madera y, por tanto, la bola de madera se suelta algo antes. Véase McMannus 2006 para una excelente presentación de las ideas correctas de Galileo sobre la caída de los cuerpos. Koyre 1978 contiene un soberbio comentario sobre la física de Galileo. <<
[86] Shea 1972 y Machamer 1998 contienen rigurosos comentarios acerca de los métodos y los procesos mentales de Galileo. <<
[87] Galileo 1589-1592. En De Motu Galileo critica con liberalidad a Aristóteles. Véase Drablein y Drake 1960. <<
[88] Una bella narración de la vida de Virginia, llamada posteriormente hermana María Celeste, se puede hallar en Galileo's Daughter, Dava Sobel 1999. <<
[89] Galileo 1610 (Drake 1983, Van Helden 1989). Reeves 2008 contiene una excelente descripción de los trabajos que condujeron al telescopio. <<
[90] Swerdlow 1998. Para una descripción detallada de los descubrimientos de Galileo mediante el telescopio véase Shea 1972, Drake 1990. <<
[91] Panek 1998 realiza una descripción menos erudita pero encantadora de los descubrimientos de Galileo, así como una historia general del telescopio. <<
[92] El copernicanismo de Galileo se trata de forma exhaustiva en Shea 1998 y Swerdlow 1998. <<
[93] La carta en sí fue escrita al embajador de Toscana en Praga, pero Galileo incluyó en ella el anagrama para Kepler. <<
[94] De hecho, escribió a Galileo: «Os exhorto a que no prolonguéis durante más tiempo la duda del significado, pues estáis tratando con verdaderos alemanes. Pensad por un momento la inquietud que provoca en mí vuestro silencio». Citado en Caspar 1993. <<
[95] El episodio se trata con detalle en Shea 1972. <<
[96] El epigrama estaba en latín. Seggett (1570-1627) había sido alumno de Galileo en Padua. El epigrama aparece en Le Opere de Favaro. Nicolson 1935 trata con gran belleza el asunto de la poesía relacionada con los telescopios. <<
[97] Curzon 2004. <<
[98] Coresio 1612. Citado asimismo en Shea 1972. <<
[99] Aparece en Considerazioni de Di Grazia (1612), reimpreso en Opere di Galileo, Vol. 4, p. 385. <<
[100] Citado en Shea 1972. <<
[101] El relato completo sobre la controversia acerca de la naturaleza de las manchas solares se narra a la perfección en Van Helden 1996 y en Swerdlow 1998. Véase también Shea 1972. <<
[102] Antonio Favaro, que editó toda la obra de Galileo, halló que fragmentos significativos del manuscrito de Guiducci (con los textos de las clases) estaban escritos de puño y letra por Galileo. <<
[103] Drake 1960. <<
[104] Drake 1960. <<
[105] Drake 1960. <<
[106] Drake 1974. <<
[107] Feldberg 1995 y McMullin 1998 comentan estupendamente las opiniones de Galileo sobre la relación entre la ciencia y las Escrituras. <<
[108] Aparece también en Von Gebler 1879. <<
[109] En 1585, el teólogo Melchor Cano afirmaba que «no sólo las palabras, sino que hasta la última coma [de las Escrituras] había sido dictada por el Espíritu Santo». Citado en Vawter 1972. <<
[110] Redondi 1998 contiene una amplia descripción de ello. <<
[111] Drake 1967. <<
[112] De Santillana 1955. <<
[113] De Santillana 1955. <<
[114] Beltrán Mari 1994. Véase también comentario en McMannus 2006. <<

No hay comentarios: